En uno de los desiertos más antiguos de Oriente Medio hay un monasterio de ascetas. Pasan sus días entre la contemplación y el martirio alimentándose pobremente de lo que las aves les regalan. Los peregrinos que por allí cruzan, por ser tan escasos como el agua, son bien acogidos dentro de los muros santos e invitados a gozar del misterio eucarístico siempre a mediodía y bajo ninguna sombra, para que el esplendor del Altísimo fulmine todo rastro de pecado. Después de cada hostia un lunar negro aparece en la piel de los convidados a la cena del Señor.

El monasterio, que no es sino una caverna que desciende entre los arenales, poco a poco se ha ido quedando vacío, pues los monjes fundadores duplicaban o triplicaban la edad de Cristo cuando expiró en el Gólgota. Ellos entraron a la cueva sabiendo que en ella morirían a los vicios y fenecerían a la vida cuando fueran llamados para sentarse al lado del Padre. El último de estos fundadores es Sosistrato, un alma tan pura que es considerada por sus iguales como una evidencia palpable de santidad y de cuya vida sabemos por el testimonio de un asceta llamado Porfirio. En el viejo pergamino se puede leer que Sosistrato era ejemplar en todo lo que hacía y cada sábado al despertar aparecía junto a su cabeza un cáliz y un racimo de uvas que él repartía entre los pocos animales frutales que se encontraban con él. Sosistrato poseía todas las cualidades de los ángeles y ninguno de los instintos de las bestias. Los motivos por los que él se alejó del monasterio son abismales.

Cierta madrugada en la que Sosistrato se encontraba meditando y en la que todavía era visible el lucero del alba, un viajero llegó a las fauces de la gruta pidiendo asilo al único asceta que allí se encontraba. Sosistrato no le pidió nada a cambio del descanso y el casi invisible alimento ofrecido. Cómo se llamaba este hombre, no se puede decir, pero su correspondencia con la estrella de cinco puntas que dibuja la órbita de venus dejan adivinar la malignidad que lo habitaba. Platicaron tendidamente del mundo y sus defectos, pero las palabras del inesperado viajero que resonaron en la cabeza de Sosistrato fueron éstas: «he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.»

Tan pronto como el viajero abandonó el antro espiritual, Sosistrato emprendió un camino hacia la antigua frontera de Sodoma y Gomorra encontrando allí, tal como le había dicho su huésped, a la estatua de sal. Se acercó a ella y quedó extasiado por esos ojos en los que se descubre la visión del fin del mundo. La mujer sudaba y él,  queriendo ser el redentor que le daría el sacramento bautismal, dejó caer sobre la estatua unas gotas de agua que rápidamente libraron a Edith de su prisión vetestamentaria. Sosistrato, impaciente, inició el diálogo: «─Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar. ─Oh, no… Por Elohim, no quieras saberlo! ─¡Dime qué viste! ─No… no… Sería el abismo! ─Yo quiero el abismo.» El fantasma acercó su boca a la oreja de Sosistrato y al saber la visión que Dios había censurado cayó muerto.

Esta es la historia que Leopoldo Lugones cuenta en “Las fuerzas extrañas” de 1906. Sosistrato, como ya se dijo, poseía todas las cualidades de los ángeles, incluida la soberbia que hizo de Lucifer un ángel caído. Contraviniendo el mandato divino quiso salvar el alma de aquella mujer que encarna a la curiosidad y que por su deslealtad quedó convertida en una estatua de sal. La curiosidad es la base sobre la que se cimenta el perfeccionamiento de uno mismo, sin embargo, cuando por encima de ésta se halla la palabra que nunca muere será imposible renunciar a nuestra condición de estatuas de sal que se pasean entre la franja de Sodoma y Gomorra.

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