Llevaba una torta y un refresco, así que después de cuatro horas de incesante trabajo y con el sudor escurriéndome por las sienes, me senté en el piso a disfrutar mi tentempié.
El estar recargado en la pared que aún me faltaba por pintar, me produjo cierta incomodidad; miré el área de la sala y a lo lejos la del comedor.
Utilicé la cubeta de pintura tapada como mesa y ahí coloqué la bolsa de papel con la comida y la bebida.
Mientras comía, sentí que de las paredes emanaba una energía que se convirtió en un mensaje mental.
A través de esa declaración silenciosa me enteré de los conflictos entre los inquilinos anteriores; percibí los gritos de una mujer recibiendo golpes del esposo; palabras altisonantes envueltas en un rumor ahogado.
Era mi primer día en ese empleo: me contrataron como pintor de todo el fraccionamiento, el cual se componía de 8 casas; casi todas se habían desocupado al mismo tiempo, así que la remodelación era general.
Mi trabajo consistiría en darles mantenimiento a todas, desde resanar, reparar humedades, impermeabilizar y pintar, tratando de que quedaran lo más atractivas para su arrendamiento.
Pensé en el maltrato que había padecido la mujer, lo cual me provocó un placer que no era mío pero ahí estaba, haciéndome sentir poder y superioridad; me asusté porque a mí siempre me pareció desagradable el papel machista que ciertos hombres ejercen.
Me di cuenta que ese gozo por maltratar no me pertenecía; estaba experimentando las emociones del inquilino que había vivido ahí.
Me sentí un receptor de las fuerzas memorizadas por los muros; terminando mi almuerzo, fui a recorrer la casa para registrar los desperfectos, cuarto por cuarto. Conforme avanzaba sabía cuál había sido la recámara ocupada por la hija pequeña, por el hijo púber e incluso sentí cierta angustia al entrar al cuarto de servicio.
Pensé que si las casas guardaban la evocación de lo ocurrido durante la estancia de los huéspedes, entonces podría ser que también funcionara a la inversa, así que antes de fondear los muros con pintura blanca para luego aplicar el color que se me habían indicado, me di a la tarea de pintarrajear con frases que no venían de mí, sino como una orden surgida de algún rincón de mi mente. Signifiqué los muros de cada casa con una sola declaración: incendio, ahorcamiento, ahogamiento, parricidio…
A las seis semanas terminé de remodelar las ocho viviendas.
Tres meses después, desperté una mañana con el ulular de sirenas aproximándose; me levanté asustado y presintiendo que algo muy malo había sucedido; tomé mi bicicleta y sin saber por qué, me dirigí al conjunto que había arreglado; bolsas con cadáveres salían de las casas mientras la policía mandaba mensajes por sus radios: ahorcados, incendiados, ahogados, asesinados…
Mi cuerpo se aflojó; desguanzado me recargué en el frente de una ambulancia, sabedor que todo había sido producto de mis acciones.
Sentí dolor por toda esa gente fallecida por mi causa y una gran necesidad de declararme culpable.
A la semana fui contratado de nuevo para limpiar todo aquello y dejar las casas nuevamente habitables.
Algo cambió en mí desde ese día; puse un anuncio en el periódico para brindar mis servicios de remodelación de casas.
Gustoso pintaba bajo los fondos de los muros las maneras más sádicas de morir; cambié mi nombre de Juan Antonio a Latem Vitkje, quien fuera el maltratador y asesino de la primera casa; cada tres meses volvía a los lugares para vanagloriarme de los resultados.
Cometía los crímenes perfectos y nadie llegó a sospechar nunca de mí.
Hoy, con 87 años estoy cansado de tanto horror, así que me di a la tarea de remodelar mi casa decorando las paredes con la palabra suicidio y encima unos tonos tierra, que siempre me gustaron.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG