Nos recostábamos en la cama, porque ella así lo pedía.

La mujer, casi anciana, sacaba los álbumes y cajas llenas de fotos y me mostraba una a una relatándome la historia de todas ellas.

–Este era Robertito a los cuatro años…

Nunca entendí cuál era la relación entre Rodolfo Rojas Zea –Director de tiempolibre –y Roberto Vallarino, quien escribía en unomásuno y coordinaba la sección cultural, además de haber sido de los fundadores del diario.

“Roberto Vallarino. Nació en la Ciudad de México, el 21 de febrero de 1955; murió el 12 de noviembre de 2002. Poeta, ensayista y narrador. Fue agregado cultural de México en Yugoslavia; Corresponsal de guerra en el frente Irán-Irak; investigador en la Universidad de Utah y asesor del Museo Amparo en Puebla;  profesor invitado en el Gettysburg College; organizador de los encuentros de Poetas Jóvenes de la Frontera Norte (1984-1986) y asesor del Programa Cultural de las Fronteras; coordinador de la colección Letras Nuevas de la sep; fundador y director de Cuadernos de Literatura; fundador y coordinador de la sección cultural de Unomásuno. Colaboró en Cuadernos de Literatura, Diorama de la Cultura, El Zaguán, Excélsior, La Semana de Bellas Artes, Plural, Revista de la Universidad de México, Vuelta, Sábado y Unomásuno. Becario del cme, en poesía, 1976, y en ensayo, 1978; y de la Fulbright Grant, 1988. En 1998 fue Artista en Residencia en España, atendiendo una invitación de Fundación Valparaíso. Miembro del snca desde 1999. Premio Diana Moreno Toscano 1975”.

El asunto era que cada mes caía yo en casa de la mamá de Vallarino; Rojas Zea me enviaba con un sobre que contenía dinero para ella y entonces sabía que tenía qué soplarme el resto de la tarde, hasta entrada la noche, con esta mujer que me causaba una especie de escozor en el alma.

No era lo mismo que me mandara a ver a Octavio Paz, a Raquel Tibol, a Teresa del Conde, quienes eran colaboradores de tiempolibre; les llevaba el sobre con el pago de sus colaboraciones y ciertamente, Rojas Zea sabía que al enviarme, casi como un propio, también me estaba abriendo las puertas del mundo cultural, pues conocer a esa gente al contacto, no era fácil.

–Pásale, Alejandro –me decía Octavio Paz. Se sentaba en su sala y me invitaba café o agua tratando de tener una conversación, mientras mis piernas que sostenían mis escasos veinte años, temblaban ante la figura imponente del hombre de letras.

–Hola, Alejandro, pasa, por favor, siéntate – me invitaba Tibol y yo miraba impresionado los muros de su departamento de Polanco, atestados de Tamayos, Cuevas y todo artista que tuviera renombre en el México de los años 80.

Ese era un recorrido que hacía cada mes, llevando los sobres con los pagos de los colaboradores mientras, como hueso de redacción, aprendía el oficio día a día, a veces cerrando la edición a las tres o cuatro de la mañana, para regresar a reportear a las ocho o nueve de la mañana, así durante nueve años.

Pero eran esas visitas, a la casa de la mamá de Vallarino, las que pesaban de más; cuando entraba al departamento de la mujer, en aquél edificio sombrío –que no recuerdo si estaba de la Roma o la Condesa–, que me daba la sensación de que nunca más saldría de ahí; la mujer me servía un café con leche aguado y me convidaba galletas o lo que tuviera a la mano mientras me llevaba a la recámara, donde desparpajaba fotos, objetos y baratijas sobre la colcha, para contar la historia de cada una durante muchas horas, que me parecían eternas.

Aún percibo el aroma de su casa, de su ser, de su aliento, que no quiero volver a sentir.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

 

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