Dios proveyó la tierra y el hombre, con sus manos, la moldeó.

El Centro Histórico de Puebla, rodeado de barrios, guarda secretos que pasan inadvertidos para aquellos que deambulan como gente de diario, entre calles centenarias.

Nadie imaginaría que, tras la fachada de piedra con vivos blancos de un caserío, se halla un tesoro para aquellos que se consideran turistas en su propia ciudad: curiosos andantes descubridores de las joyas ancestrales que guarda nuestro espacio, el mismo que nos ve transitar por algunas décadas y que luego nos suelta al viento para recibir a nuevos habitantes.

En la soledad de su cuarto y como un artista en su estudio, Armando construye, con la misma paciencia con que el silencio gira en el entorno, la vasija que alimentará y saciará el hambre de familias enteras.

Son obras de arte, piezas únicas que luego de ser fabricadas por cientos, se convirtieron en artesanías de uso cotidiano, en reservorios de aromas y sabores, de perfumes ardientes para ceremonias, de jarros para conservar el calor del café y dotar su sabor de un especial buqué.

La tierra seca llega en costales para ser quebrada a palos, cernida y después amasada en molinos que ayudarán a crear una masa oscura y recia, bronca, que debe ser moldeable a base de fuerza, tesón y que al final cede ante la insistencia del golpeteo de manos y pies. Luego de saberse domada, es entonces que se deja llevar por la creatividad del alfarero en un maridaje exquisito, donde la generosidad de la tierra se funde con la nobleza de la mano del hombre.

En esta casona que alberga lo que parecen pequeños estudios, el tiempo intenta no avanzar. Los cuartos reflejan la personalidad de cada uno de los trabajadores. Aquí hay un universo para cada quién, con sus deidades, música, objetos personales y el aire de cada uno construyendo pensamientos en silencio; imprimiendo la voz de la conciencia a cada pieza, con cada pisada, con cada golpe.

Las manos, curtidas por el trabajo diario, revelan la fuerza, resequedad, las grietas tenaces, pero, sobre todo, la perseverancia por construir a diario, en el torno que gira incansable, nuevos objetos, permitiendo que la masa expulse una a una, como hijas de la tierra, las piezas que se van formando para pasar a la siguiente etapa.

Los hornos que arden y lo queman todo, dan el último toque a vasijas, jarros, candelabros, incensarios, figuras, ollas y al vidriado de algunos de ellos que, como espejos de un negro platinado, se encuentran casi listos para pasar a las tiendas.

Como puestos del mercado, los negocios, que se encuentran sobre la calle Juan de Palafox y Mendoza, cruzando el bulevar 5 de mayo, desparraman la mercancía sobre la acera, como juguetes gritones que buscaran ser acogidos en algún hogar, donde seguramente encontrarán el uso cotidiano por décadas, y si el infortunio se atraviesa, el golpe que los dejará convertidos en pedazos de tepalcate.

Correosos, los brazos y piernas de Armando se llevan bien con la tierra; a manera de un domador de caballos cimarrones, entre el brío y el cariño, no cesan de acuñar las formas –en esto que una vez fue polvo–, de la figura que no se sabe, pueda perdurar milenios.

Alfareros de la Luz, generosidad transmitida a esos enseres que toda cocina aprecia: el mole poblano, el arroz a la jardinera, la pancita o los frijoles con epazote, no tendrían el sabor exquisito que les da un lugar privilegiado en la cocina mexicana –una de las mejores del mundo–, de no ser por estos valerosos hombres que hacen de la tierra un arte milenario.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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