Fue un día agitado, de mucho trabajo, como pocos; llegué exhausto a eso de las once de la noche, con la única intención de tirarme a la cama tal y como estaba para no saber más; los pies me dolían como si palpitara la hinchazón y el pecho casi me pedía dejar de respirar para encontrar un segundo de reposo.

Aventé las llaves en la mesilla de la entrada; corrí el pasador de la puerta y apenas atiné a servirme, de la jarra de barro, un vaso de agua fresca de tamarindo, el cual apuré de unos cuatro tragos hasta terminarlo.

Iba a aventarme en la cama vestido como estaba, pero mi razón me advirtió que por la noche tendría molestias si el cinturón se me enterraba o si las arrugas de los pantalones me molestaban las piernas, así que me desvestí lo más pronto que pude y me introduje en el pijama para deslizarme por debajo de las sábanas; suspiré a profundidad, metí un brazo bajo la almohada, abracé a mi esposa con el otro y cerré los ojos, anhelando que el día siguiente tardara en llegar lo más posible.

Debí dormir unos cinco minutos cuando un zumbido me despertó; algo revoloteaba y golpeaba contra la ventana y después contra la puerta del clóset; en la oscuridad no podía saber lo que era, pero supuse que sería una palomilla.

Mi cansancio era superior a la molestia del zumbido, así que cerré los ojos tratando de despistar a mi mente sumergiéndola de nuevo en el adormecimiento. A los pocos minutos el insecto golpeó mi nariz al pasar y brinqué por la sensación que se había hermanado con la historia que soñaba, como esas veces que soñaba que me iban a tocar y al momento en que ocurría, mi hermana me despertaba a jalones.

Escuché ahora más fuerte a la supuesta palomilla y una lucha se desató dentro de las cobijas: si no me levantaba, posiblemente sería una noche desastrosa; si me paraba, acabaría con el problema en cinco minutos cuando mucho y entonces podría volver a dormir plácidamente, así que me incorporé, tomé el matamoscas y busqué a la intrusa entre las paredes, las rendijas de la ventana, las mangas de las camisas colgadas en el closet y por debajo de la cama.

De pronto voló del televisor hacia mí y se estrelló en mi oreja izquierda; me dio pavor, pues recordé que cuando niños, un escarabajo pequeño se le metió a mi hermano en un oído y tuvimos qué llevarlo al doctor para le sacara al insecto con unas pinzas-tijeras.

Y efectivamente, este también era un escarabajo de color café claro. Alcancé a golpearlo con el matamoscas y mientras aleteaba moribundo, le propiné un golpe con el pie sacándolo de la recámara y conduciéndolo hasta la coladera, a donde lo arrojé sin remordimientos; supuse que posiblemente en ese acto había vengado la antigua agresión a mi hermano.

Regresé a la cama y para mi fortuna, aproximadamente en dos minutos estaba durmiendo.

Una sensación de hormigueo me corrió por un brazo y en el sueño sentía que una víbora reptaba entre mis vellos; el animal apenas tocaba mi piel erizada y en ese momento desperté para mirar las patas de una araña que caminaba sobre mi mano; la aventé asustado y me incorporé de un brinco; corrí a la cocina y saqué el insecticida, al regresar vi con espanto que de debajo de las cobijas salían arañas rojas, hormigas negras, alacranes y todo un ejército de alimañas.

Vacié el bote de insecticida sobre la cama y un aroma a perfume invadió la recámara; los insectos quedaron quietos, torcidos y con las patas hacia arriba.

–Ya levántate, despierta que ya nos tenemos que ir –dijo mi esposa, que terminaba de arreglarse y esparcía el perfume por su cuello.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

T/@ALEELIASG

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