La crisis alimentaria mundial sorprendió a todos, pero no a nosotros, pues los rumores ya se escuchaban desde 2021.

 

En ese tiempo vivía en el fraccionamiento Las Hortensias y nos habíamos preparado durante meses; contemplamos que la escasez de alimentos provocaría saqueos a comercios y asaltos a casas habitación, pues un ser humano con hambre es capaz de todo.

 

Antes de la crisis había muchos desacuerdos entre los colonos del fraccionamiento; teníamos diferencias por nimiedades y se podría decir que la relación entre vecinos no era nada cordial: cada quién vivía para sí mismo.

 

Sin embargo, al arrancar el programa de contingencia que habíamos preparado durante meses, ya trabajábamos con la sincronía de una maquinaria suiza. Habíamos olvidado nuestras diferencias, rencillas y malentendidos para concentrarnos en el proyecto de supervivencia como una gran familia.

 

Comenzamos por cercar los terrenos que estaban desocupados; se habilitaron como corrales para criar conejos, borregos, guajolotes, gallinas ponedoras y pollos; otro como granero y en uno más se colocaron congeladores para almacenar carne, frutas y verduras.

 

Entre los vecinos había dos ingenieros, un arquitecto, dos médicos, dos diseñadores, dos abogados, un mercadólogo, un exmilitar, una licenciada en negocios, un agrónomo, dos maestras de filosofía Montessori, un psicoterapeuta y un filósofo, de manera que cada uno de ellos puso su expertis al servicio de la causa.

 

Las azoteas alrededor se cubrieron con concertina y cerca electrificada; los muros de las casas que daban a la calle se reforzaron con placas de metal. No habría manera de vulnerar el fraccionamiento.

 

En cuanto a la seguridad, el exmilitar se encargó de adquirir armas y municiones; entrenó a quienes se ofrecieron como voluntarios para hacer frente a los delincuentes que quisieran violentarnos; el portón se selló con placas de metal y cuando llegó el día cero, se cerró por dentro y ya no hubo manera de entrar ni salir.

 

Cada uno realizó con anticipación compras para almacenar en una despensa colectiva: medicamentos, vitaminas y suplementos alimenticios, enlatados, granos, aceite, jabón, papel sanitario, leche en polvo, carne, pollo, pescado, conservas y todo lo que pudiera almacenarse al menos durante tres años.

 

Se colocaron celdas solares para un eventual corte de la energía eléctrica.

Se habilitó el área verde (que medía unos tres mil metros cuadrados), para el cultivo de hortalizas y árboles frutales.

Se perforaron dos pozos para sacar agua del subsuelo y se construyeron dos cisternas de cuarenta mil litros para recolectar el agua de lluvia además de una enorme fosa séptica, previendo que el gobierno cortara los servicios de agua, drenaje y alcantarillado.

 

El fraccionamiento se convirtió en una microciudad autosustentable.

 

La vida dentro de Las Hortensias transcurrió así durante los siguientes tres años: los niños crecieron aprendiendo las labores del campo.

 

Se instaló una pequeña cafetería que daba servicio un día por semana y se establecieron actividades recreativas y sociales para evitar que, por el hacinamiento y el estrés del encierro, termináramos matándonos unos a otros. Había cine al aire libre y una pequeña escuela.

 

Sólo se permitió incorporar a familiares hasta 8 habitantes por casa, para evitar una sobrepoblación. No se permitía tener bebés por la complicación y los riesgos que eso suponía.

 

Había sólo 2 comidas al día: a las 11 de la mañana y a las 5 de la tarde, el resto del día podía beberse agua filtrada o café.

 

Se repartían ciertos alimentos por casa, para almorzar o comer en privado y la otra se hacía por turnos en el comedor comunitario.

 

Había horarios para rutinas de ejercicio, faenas, actividades de convivencia y descanso. Se tenía un horario para recorrer el fraccionamiento; cada familia contaba con 20 minutos para caminar y así no saturar las calles de gente.

 

Sabíamos que todo esto era un entrenamiento para que los niños pudieran sobrevivir. Los adultos habíamos renunciado a nuestras propias vidas. Todo se reducía a brindar a los niños y adolescentes la experiencia adquirida para impulsarlos a continuar hacia un futuro incierto, para poder enfrentar un mundo distinto a todo lo que habían conocido.

 

Pasados tres años, el portón del fraccionamiento se abrió por primera vez para poder reincorporarnos a la sociedad, ahora como sobrevivientes de un planeta que diezmó su población en un cincuenta por ciento.

 

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

T/@ALEELIASG

 

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