Fue casi al terminar la jornada, mientras estaba pintando un bodegón, cuando me percaté que algo extraño estaba pasando en mi taller. Así, trabajando, de un momento a otro, mi mano se deslizaba a un ritmo distinto al habitual, las acciones que hacía producían trazos diferentes a los míos, ya no eran mis impulsos los creadores de esas formas, ni de mis gestos corpóreos aquellas pinceladas. Algo se había adueñado de mi pincel y lo hacía actuar como por cuenta propia. Aquella pintura fue la primera de muchas más que no eran mías, aunque estuviera yo siempre frente al bastidor observando como todo sucedía. Desde entonces un pincel pintor había decidido vivir en mi taller y expresarse a través de su acción interviniendo mis obras.

Aquel día solo fue la primera de varias experiencias idénticas. Siempre todo comenzaba de forma semejante: preparaba los oleos en el godete de plástico, luego olía y colocaba el aceite de linaza junto al godete y ponía el pincel pintor en el bote a un lado del trapo con el que lo limpiaba. Hasta ese momento entonces por fin me ponía a pintar. El pincel pintor era uno de lengua de gato como los que siempre me gusta utilizar, era suave en sus movimientos y a veces brusco cuando cambiaba de color. El pincel pintor prefería siempre que yo comenzara a trazar algo sobre el bastidor antes de que él lo interviniera. Cuando más entusiasmado estaba en el trabajo, de repente saltaba y producía los mismos impulsos y movimientos que me hacían pintar aquellas sorprendentes obras.

Un día, mientras sucedían las mismas acciones extrañas, a las que por cierto ya me había acostumbrado, lo deje, así, al aire, y como si fuera movido por un fantasma, continuó deslizándose por la tela sin necesidad de apoyarse en mí. Me quedé sorprendido, los trazos eran aún mejores que los anteriores realizados a través de mi mano: el volumen, las sombras, las formas y las texturas eran más bellas que lo que jamás había visto, expresiones vivas y atrevidas que no habían sucedido hasta entonces, mejor trabajadas que un Goya o un Van Gogh, mejor compuestas que un Velázquez o un Rivera. Parecía que toda esta experiencia estaba pasando dentro de una pintura de Joan Miró o de René Magritte, quiero decir, dentro de un mundo metafísico y surreal.

Posteriormente el pincel pintor y yo quedamos en el acuerdo de hacer pasar esos trazos como míos. Por tanto en poco tiempo me había convertido en el mejor pintor de la región. Era llamado maestro por los verdaderos maestros y mi trabajo, bueno el trabajo del pincel pintor, era requerido para ser expuesto en las mejores galerías y museos del país. Este éxito repentino me emocionó demasiado y había hecho que casi por completo me olvidara de seguir pintando, ya no era necesario. Sería más grande que Picasso y no necesitaba ni siquiera saber pintar.

Un buen día, un mal día mejor dicho, todo terminó. Trabajaba entonces en el plan de hacer pintar al pincel pintor el más grande mural que hasta ese momento se había realizado, quería producir la obra de arte más importante de la historia. Ya no tenía límites y ya nada me podía detener. Pero me fue imposible proseguir con mi plan. El pincel pintor se había extraviado entre todo ese desorden en el que siempre he trabajo, no sé en donde quedó, quizás se aburrió, quizás nunca pasó, una búsqueda exhaustiva termino por derrumbarme y decidí detenerla. Nunca más he vuelto a verlo. Vivo desde ese día acorralado, pintando y leyendo y rezando, consternado por la perdida y en la espera y con la esperanza de que regrese algún día y me encuentre en este cuarto acolchonado con el que han suplantado mi taller.

artodearte@gmail.com

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