Por: Mónica Teresa Müller
Escribir el acta de defunción resultó una pesadilla. La noticia que don Manuel Romero había sido sepultado en el campo de los desaparecidos, lo había extenuado, además le correspondía darle la noticia a su familia, él era el Alcalde y debía afrontar la situación.
Cabalgó en el Manchado hasta la estancia de don Manuel. En el casco vivía Isadora, la única hija de don Romero quién había enviudado al nacer la pequeña. El viejo habitaba una casa en el extremo opuesto al pueblo de San Justo, allí podía seguir con sus andanzas y que la joven las ignorara.
Nicolasa le abrió la puerta y le permitió la entrada acompañándolo hasta la sala.
— Puede sentarse don Alcaide. La niña se ha enterao de las malas nuevas y está en un mar de lágrimas. Naide ha podido consolarla.
Eusebio Rodríguez se ubicó en uno de los sillones. Las piernas cruzadas dejaban ver las botas de montar de negrura casi espejada. Estaba inquieto. Él había sido observador de la pelea cuando regresaba de controlar asuntos personales. Se había ocultado entre los pastizales porque andar por el lugar, no era recomendado para hombres de su talla. Los gritos de los que rodeaban al difunto diciendo su nombre, le dieron la noticia. La riña parecía haber sido en defensa propia por parte del adversario, pudo oír que Don Romero había querido besar a la mujer del paisano. Trató de continuar el viaje sin que lo descubrieran y con suma cautela, regresó a la Alcaldía con rapidez porque lo buscarían por la mañana.
La joven ingresó corriendo a la sala y abrazó al visitante.
— ¡Niña, compostura!- gritó Nicolasa mientras se persignaba.
A la joven no le importó y llorosa, abrazó más fuerte al Alcalde. Eusebio era su hombre, el de las noches de escapadas a escondidas de Nicolasa que la cuidaba como una madre.
— Yo la voy a cuidar, es tiempo de que no tengamos miedo de mostrar nuestro amor.
— Pobre padre, sabía que algo iba a pasar cuando me enteré de sus borracheras y amoríos.
Los amantes se sentían felices y ese estado le permitía a ella sobrellevar la muerte de su padre y el tedio que le producían las cosas de la herencia. En todos los papeles quiso que escribieran el nombre del futuro esposo, el amor de su vida, su respaldo, consideraciones opuestas a la opinión de Nicolasa.
Se casaron en la Catedral de San Justo un 28 de diciembre, a los tres meses de la muerte de Manuel Romero. Fue una ceremonia en la que la figura del difunto estuvo presente para ambos.
A la mañana siguiente de la boda, cuando Eusebio preparaba el Manchado para ir al campo, un hombre montado en un zaino se interpuso entre el animal y el Alcalde, y le impidió montarlo.
— ¡Qué olvidadizo, Alcaide! Jue una pena pasar pal´otro mundo al don Romero por unos pocos patacones. Se olvidó decirme, patroncito, que tenía pensao casarse con la Isadora…la única heredera.