Por: Alejandro Ordóñez

¿Lugar? aserradero y rancho de los abuelos; allá, en medio de la nada o quizás en medio de todo, porque en ese hábitat salvaje pululan las fieras hambrientas, las alimañas ponzoñosas y hombres despiadados capaces de matar por quítame estas pajas. Dos niños, ella hija de la cocinera; él, un nieto que acompaña en las vacaciones a sus viejos; ambos, jugando a la vida, descubriendo el sexo o tal vez inventando el amor, porque eso no siempre se sabe… a tiempo; competidores, durante años, en nocturnos juegos de mesa celebrados cuando el personal doméstico se retira a sus chozas y los ancianos a su recámara -la hora de las radionovelas-.

Una tarde va a casa de la cocinera a dar algún recado. Llega al jacal, toca la puerta, la mujer no está, se escucha una voz infantil -pase-. En medio de ese gran cuarto redondo, ella -parada dentro de una tina con agua, apenas cubierta por la espuma del jabón- lo llama: ven, acércate. Jamás ha visto a una mujer o a una niña, desnuda; aturdido, presa de sentimientos encontrados no puede dejar de contemplar ese pubis que a pesar de estar lampiño y de ese pecho todavía plano, le producen tanto desasosiego. De pronto, sin saber por qué, siente la necesidad de huir, escapar corriendo, y así lo hace, da media vuelta, llega a la casa, perturbado se encierra en su recámara y se niega a salir cuando lo llaman a cenar. A oscuras, sin encender el quinqué, porque en esa región agreste no hay luz eléctrica, aguarda largamente a que termine ese desasosiego y llegue el sueño.

El tiempo corre, se anuncia la explosiva pubertad del trópico. Las nubes ocultan el sol, una tregua momentánea, el viento refresca la tarde. Sala de máquinas del aserradero; la jovencita, sentada sobre una manta que cubre el suelo lleno de virutas, repasa la lección que ha dejado el maestro de la escuela rural. Él se sorprende por ese encuentro inesperado; lo llama -ven-, retira el cuaderno, el libro y el lápiz para que se siente a su lado. Nervioso, no sabe qué hacer, juega con una pelota de ping pong que lleva en sus manos. La joven se impacienta, le arrebata la bola. Luchan por su posesión, se mezclan las risas y reclamos amigables de ambos, se recuestan, sigue el forcejeo. Para evitar que se la arrebate la guarda en lo profundo de su escote. Introduce la mano, se encuentra con dos pechos que se agitan por la excitación y el esfuerzo realizado, se olvida de la pelota, recorre lentamente los territorios de esos senos que, sin sostén, se mueven libremente.

Llega a los pezones, siente cómo se ponen duros al contacto de sus dedos; ella, -blusa enrollada en el cuello, falda subida hasta la cintura-, lame sus hombros; sus labios, -no saben lo que es un beso-, se encuentran, por instinto abren la boca, se chupan, se muerden, dolorosa, placenteramente; él, pantalones debajo de la rodilla; ella, ropa interior atorada en un pie, se abrazan, se acoplan. Se escucha la voz de la abuela llamándole con insistencia para ofrecerle un te helado que evite la deshidratación.

Algunas noches se cubren de caricias; otras, de reñidas competencias por ver quién gana los juegos. Ahora se desnudan por completo y se meten entre las sábanas, ajenos al peligro que representa la abuela, si tan sólo se le ocurriera ir a ver qué hacen hasta la madrugada. Las cosas se complican, el caporal, un muchacho apenas mayor que él, encargado de su seguridad cada que viene al rancho, le hace una confesión. Está enamorado de la chica, ¿mi chica?, se pregunta. ¿Es mi chica, o qué es? Hasta ahora no se había preguntado qué son, en realidad ni siquiera comprende lo que es el amor, ¿cómo va a saber si está enamorado y menos si es correspondido? ¿Cómo le hago? pregunta insistente el caporal, quien huraño y tímido ha rehuido el contacto con las mujeres. No sabe si eso que siente es amor, pero le duele escuchar los sentimientos de su amigo. Le gustaría confesar su relación, pero algo lo contiene y obliga a guardar silencio. Qué cosas, ambos enamorados de la misma persona. Fallece el abuelo, la abuela sólo cuenta ahora con la ayuda del contable, un alemán, hijo de una pareja de nazis venidos a las américas al perder la guerra. Hans, piel blanca tras la cual se insinúan las delgadas venas que corren por sus sienes; cabello rubio platinado; sus profundos ojos azules reflejan odio, desprecio, rechazo por verse obligado a vivir entre esa gente a la que considera inferior. Duro, enérgico, a veces grosero en su trato con los trabajadores, a menudo tiene que intervenir la abuela para controlarlo.

Actividades escolares impiden su visita al rancho durante las vacaciones. Su ausencia se prolonga más de lo acostumbrado; por fin regresa, la abuela lo recibe amorosa; la joven está rara, la nota esquiva. Terminada la cena van a su cuarto, dan rienda suelta a la pasión contenida durante su ausencia. Se niega a hablar, rehúye las preguntas que le hace. Por fin la convence, después de prolongado llanto, habla. El caporal la requiere en amores, no lo ama, pero sus amigas viven con su hombre y tienen hijos. ¿Qué será de ella si lo rechaza?, no será el nieto del general quien le proponga matrimonio. El caporal está construyendo una choza en un terreno -regalo de la abuela-, cuando la termine irá una noche por ella, la trepará en ancas de su caballo y se la robará. Así le llama su gente, aunque la mujer no sólo esté conforme, la mayoría de las veces lo está deseando.

Al saberlo, la abuela pone el grito en el cielo, como es la patrona ambos tendrán que obedecerla. De ninguna manera aceptaré, dice a gritos y con ademanes convincentes, que esta virginal criatura se vaya con un hombre, sin haberse casado. Tanto cuidarla para que pierda la inocencia de un modo tan salvaje. Eso no lo permito en mi casa. Un sábado parte la comitiva nupcial hasta la ciudad más próxima porque en ese pueblo no hay registro civil, ni juzgados, tampoco padrecitos o parroquias, no hay energía eléctrica, teléfonos, agua corriente, ni nada. A pesar de su boda por lo civil, cada uno duerme en su casa; el siguiente fin de semana van por el padrecito, quien aguanta las tres horas que dura el recorrido desde la ciudad hasta ese caserío. La novia parece ángel con vaporoso vestido blanco -regalo de la abuela-. Los habitantes de la ranchería acuden en pleno a la misa y aprovechan para bautizar a los niños porque es la primera vez que los visita un cura. Después, la comida y la música de banda para el baile. La gente aprovecha para saciar esa hambre ancestral, aunque el aguardiente es escaso y está controlado para evitar los acostumbrados pleitos entre los hombres que empiezan queriéndose como hermanos y terminan los festejos a machetazo limpio. Por supuesto son revisados antes de entrar al sitio de la fiesta, nadie puede ir armado.

La noche previa, por supuesto, hay ceremonia de despedida, los besos, las caricias son más fuertes y sentidas que nunca, las promesas de amarse por siempre, se repiten. Durante la misa, la novia no puede contener el llanto, algunos invitados piensan que es por miedo a lo que les gusta hacer a los hombres, por las noches -según cuentan las casadas-; otros aseguran que es porque dejará a sus padres y hermanos; nadie es capaz de imaginar por quién y por qué motivo sufre.

Sigue corriendo el tiempo, una llamada telefónica de Hans anuncia la muerte de la abuela. Lo esperan en el aeropuerto, los funerales se celebran en la capilla -recién construida por la anciana- y en la explanada que está al frente, porque todo el pueblo acude a despedir a tan querido personaje. A media noche cruzan miradas imperceptibles para el resto de los dolientes. Nadie sospecha, ni nota su ausencia, el encuentro es en la acostumbrada recámara. Tal vez demasiado tarde descubren la fuerza de su amor. Regresan a la capilla.

La administración del rancho y del aserradero queda en manos de Hans. Transcurren varios años, perdido el interés difiere una y otra vez el regreso. Los negocios van de mal en peor; concluye, está siendo robado, anuncia su visita, el alemán trata de disuadirlo, peligraría su vida. Hace caso omiso, una noche se presenta en la finca, el alemán no puede ocultar su nerviosismo. Pregunta por el caporal, su protector y amigo. Ya no trabaja para ellos, se fue a otro rancho, con su esposa y cuatro hijos. No lo puede creer, si es un miembro más de la familia. Amenaza con matarte. ¿Cómo? Sí, no te perdona que hayas abusado de su esposa. ¿Qué? Mira, dejémonos de tonterías, ¿cómo te explicas? Tienen tres hijos tan prietos como ellos y uno con piel blanca, facciones finas, idéntico a ti, según asegura la gente, ¿tienes idea de las burlas que le hacen por tu culpa? No tardará en enterarse que estás aquí, ha esperado este momento, vendrá a buscarte; en el nombre de tus abuelos, déjame protegerte, mañana temprano te llevarán al aeropuerto.

Meses después una llamada telefónica. La tarde anterior Hans, fiel a su costumbre de los últimos meses, ordena ensillen su caballo, se dirige hacia la zona roja, porque el pueblo ha crecido y progresado, la escuela rural se ha ampliado, cuentan ahora con un dispensario médico cuyos gastos son pagados por el aserradero, la capilla construida por la abuela ha sido sustituida por una iglesia más grande, que cuenta con habitaciones para el cura, el sacristán y la muchacha que ayuda en la limpieza… Todo esto último gracias a la generosidad de unos terratenientes de mala estofa que se han apoderado de grandes terrenos ubicados jungla adentro -nadie camina por ahí-, donde siembran alfalfa y por extraño milagro de la naturaleza les crece mariguana. Por si lo anterior fuera poca cosa, su zona de tolerancia es considerada la mejor de la comarca. Cerca de la medianoche se escucha el desbocado galope de un caballo, llega hasta la reja del corral y, desesperado, empieza a relinchar exigiendo que le abran. Lo tranquilizan, le hablan -antes de poder acercarse-, luego lo acarician y le dan alimento. Primero creen que a Hans se le subieron los tragos, se habrá caído del caballo, pero cuando ven manchas de sangre en la silla de montar comprenden que puede tratarse de algo mucho más grave. Apenas amanece emprenden la búsqueda, hallan su cuerpo tirado a la orilla del camino. Lo venadearon, patrón, de seguro fue alguien que conocía sus costumbres, lo esperaron en el aguaje, donde las bestias caminan lento, lo cocieron a balazos. La capilla vacía da cuenta del desprecio y el resentimiento de la gente, sólo están presentes algunos de sus propios trabajadores.

Lo ve venir a lo lejos, fue un error imperdonable, debió ordenar a su gente que impidiera la entrada de personas armadas. Ahora es demasiado tarde, ni siquiera trae pistola para defenderse. Viene directo hacia él, escucha el retintinear de las espuelas -a cada paso-, ya cerca levanta el ala del sombrero, dejando al descubierto una amplia sonrisa, se funden en largo, apretado abrazo. También su esposa se acerca, le da el pésame. Apenas terminado el funeral pide a su antiguo caporal se haga cargo del aserradero y del rancho. Le ofrece la casa del administrador, seguro que por primera vez podrá dar un hogar digno a su familia. Ya a solas le resulta imposible conciliar el sueño, le ocurre a menudo, compara su vida con la de su hijo, ese hijo nacido de un amor que no acaba por terminar. Es injusto, mientras él disfruta de lujos su criatura vive en condiciones infames, sin posibilidad de escapar de la miseria y la ignorancia. Concluye que debe hacer algo por él, los ayudará, serán sus socios, además evitará que lo vuelvan a robar, compartirán ganancias.

A pesar del aire acondicionado siente que se ahoga, se ha desacostumbrado al clima, sale a la terraza desde la cual se mira el camino que pasa contiguo a la quinta. La ve a lo lejos, camina acompañada por cuatro criaturas. Tiembla, por fin conocerá a su hijo, ha diferido tanto ese momento, ahora inevitable, baja, aguarda a orilla de la carretera. Ella le dedica la más cálida mirada y una sonrisa seductora, le presenta a sus hijos. Tres son morenos, tan prietos como ellos, según dijera el alemán. Por fin está frente al niño de piel blanca, cabello castaño y ojos de un azul intenso que reflejan odio, desprecio, rechazo por verse obligado a vivir entre esa gente a la que de seguro considera inferior.

 

Ciudad de México, febrero de 2024.