Por: Alejandro Ordoñez. 

Nací en la posguerra, pertenezco a esa generación que fue criada con el fantasma del miedo a flor de piel y el terror dibujado en los rostros de nuestros padres al escuchar alguna detonación o golpes inesperados en la puerta. Nací en un pueblo pequeño, ubicado a cien kilómetros de la capital, somos vecinos de un país expansionista que nos invadió por aquél entonces, aunque para acallar a la opinión pública internacional dijeron que habíamos sido anexados, qué importaba si ambos provenimos de orígenes comunes. Mi familia era humilde, mi padre se dedicaba a la agricultura, mi madre ordeñaba las vacas, hacía quesos y cremas que vendía un día a la semana en la ciudad, y por ahí se iba la pobre, en su carreta tirada por un buey, cargada de mercancías y esperanzas; por las noches él tocaba el acordeón, ella la guitarra y mi abuela cantaba, supongo que eran felices a pesar de la estrechez económica. Ocurrió entonces que el tirano desató la guerra más mortífera de la que se tenga memoria, aunque hay que reconocer que fueron pocas las molestias que ello ocasionó a la gente de mi pueblo; contra lo que pudiera esperarse ningún hombre fue enrolado en las filas del ejército invasor, los querían produciendo alimentos que de otra manera habrían escaseado. No llegó por ahí ningún batallón, ni conocieron la angustia de escuchar a los escuadrones de aviones bombardeando una y otra vez nuestras ciudades, tampoco vieron sus casas destruidas por la metralla.
Después de años de zozobra llegó por fin la buena nueva, el enemigo estaba a punto de ser aniquilado, las fuerzas amigas se aproximaban victoriosas al pueblo. La noticia corrió de boca en boca, venía en camino la tropa que nos devolvería patria y libertad. La gente no cabía de gusto, salió a las calles ondeando banderas. Colgaron guirnaldas de colores entre los postes del alumbrado público y se apostaron en la calle principal. Se escucharon los potentes motores de los camiones militares y los tanques blindados, las casas y las calles vibraban ante la potencia y el peso de esa maquinaria de la guerra; en cada cuadra se escuchaban las estrofas del himno nacional entonadas por ciudadanos entusiasmados, los vítores no cesaban, las muchachas se subían en los pesados vehículos y ofrecían flores a los héroes; las más atrevidas besaban en la boca a los atónitos militares que no esperaban tal recibimiento. Dado que la capital distaba todavía a cien kilómetros y por la fatiga de sus huestes, el general resolvió pasar ahí la noche. El alcalde ofreció una cena al estado mayor y la tropa hizo su verbena en la plaza principal; al día siguiente los vieron perderse por el camino.
Debo decir que mi padre, a pesar de ser hombre rudo del campo, era cariñoso y tierno, me abrazaba y besaba al volver de las faenas cotidianas y no se cansaba de jugar conmigo. Nunca pude escucharlo tocar el acordeón, ni a mi madre la guitarra, eso se terminó con la guerra. De ella es poco lo que puedo decir, jamás me abrazó o dijo palabras de cariño, el único beso que me dio fue cuando estaba en agonía, y es que siendo muy joven empezaron sus problemas mentales, pasaba días enteros sin dirigirnos la palabra o voltear a vernos, yo era la responsable de bañarla y obligarla a cambiarse de ropa. En sus pocos momentos de lucidez me encerraba en el cuarto pues mi presencia la ponía fuera de sí, lloraba, gemía y me señalaba con el dedo como si estuviera en presencia de un ser maligno; por eso me extrañó que en su lecho de muerte exigiera mi presencia. Estaba desesperada, temblaba sin control. Perdóname hija -escuché- no fue mi intención hacerte daño, hay una razón, una terrible razón que desconoces y deberás pedir a tu padre que te la cuente antes de que muera. No permitas que se vaya sin habértela dicho. Tuvieron que pasar algunas semanas para que por fin se atreviera a hacerlo. Era una de esas noches frías de invierno; la casa estaba en penumbra, alumbrada sólo por los leños que ardían en la chimenea. Hay algo que debes saber -escuché-, esto que te voy a contar ocurrió antes de que nacieras, fue la noche en que llegó el ejército libertador. Los festejos habían terminado horas antes, dormíamos plácidamente, se escucharon golpes en la puerta, era un grupo de soldados. Sabemos que ocultas a un enemigo aquí en tu casa, dinos dónde está. Fueron inútiles las explicaciones, los ruegos. Te vamos a interrogar, llévenselo. La noche se fue entre golpes y patadas, no pude confesar algo que sólo existía en su cabeza. Era de madrugada todavía, cuando partió la tropa, a mí me dejaron encerrado en una celda, pasaron algunas horas antes de que alguien notara mi presencia. Corrí a casa, tu abuela estaba tirada sobre un charco de sangre. No lloraba ni gritaba, no tenía fuerza, acerqué mi oído a sus labios, escuché un susurro. Después de que te llevaron detenido, el capitán sujetó fuertemente a tu mujer y la obligó a entrar al cuarto; ambas llorábamos, gritábamos desesperadas para que nos soltaran. Me jalonearon, caí al suelo, me sujetaron de manos y pies, uno de ellos me montó, subió el vestido, rompió la ropa interior y me penetró violentamente -los demás reían- luego siguió otro y otros más, hasta que perdí el conocimiento. Pregunté por tu madre, señaló el cuarto, abrí, estaba irreconocible, su rostro era un moretón y de tan desfigurado difícilmente se le reconocía. Los labios reventados a puñetazos, la nariz fracturada, por la hinchazón no podía abrir un ojo, y con dificultad me veía por la pequeña ranura en que se había convertido el otro; tenía huellas de mordidas en el cuello, hombros y hasta en los senos. Me defendí cuanto pude, dijo, pero no pude. Busqué ayuda, a tu abuela la internaron en el sanatorio y a tu mamá el doctor le suturó las heridas y le dio un sedante que la hizo dormir un día entero, cuando despertó pidió sus zapatos para ir al baño, uno estaba a la vista; el otro, debajo de la cama, me agaché para sacarlo, cerca de él había un objeto de piel que me llamó la atención. Lo levanté, era la cartera del tipo que la había violado, seguramente se le cayó cuando luchaba contra ella; la abrí, en el carnet de identificación aparecía el nombre y la fotografía del capitán. Papá guardó silencio, nos abrazamos, lloramos, gemimos, gritamos. Tómala, escuché, es tuya, te pertenece, haz con ella lo que juzgues conveniente, lo que sea, tu decisión será lo único que cuente, después de todo no olvides que es tu padre biológico y a él le debes la existencia. Salí llorando de la habitación, me tendí sobre la cama, minutos después escuché una detonación que venía del cuarto de papá, corrí, parecía dormir apaciblemente, como si por fin hubiera recuperado esa tranquilidad que le fue robada muchos años atrás; atorada, entre los dedos, su amada pistola Luger, de las fuerzas alemanas.

Tardé semanas en recuperarme y decidirlo. Iría en su búsqueda, contraté a un detective privado. Ya a solas leí el informe. Mi padre era un hombre famoso, querido y respetado por sus paisanos. Un campeón de dos mundos, le llamaban cariñosos, había destacado en el de la guerra y también en el de la paz; fue condecorado por ambas actividades. Era un decidido defensor de la igualdad sexual y de los derechos de las mujeres, luchaba por la protección de los animales y del medio ambiente. Estaba retirado, era viudo, vivía solo, habitaba en una propiedad rural, lejos de los vecinos y de la vida pública. Viajé toda la noche en tren, hice varias conexiones, crucé fronteras, por fin llegué a su domicilio, toqué a la puerta, abrió, pregunté si era la persona a quien buscaba. Le tengo un regalo -le entregué uno de los quesos que fabricaba-. Me vio, descontrolado. Traigo otros obsequios, ¿podría pasar? Me llevó a la cocina, busqué en el fondo de mi enorme bolsa de mano. Aventé la cartera sobre la mesa. Se la manda mi madre, dice que se le cayó el día de su encuentro, noté que estaba a punto del desmayo, su palidez así lo hacía ver, en sus sienes palpitaban delgadas venas azules y sin saber qué hacer me miraba fijamente, tal vez reconociéndose a sí mismo en mis facciones, el cabello extremadamente rubio, la tez blanca, los ojos de un azul intenso. Busqué nuevamente en el fondo de la bolsa, tomé la amada Luger de mi viejo, la apunté a su pecho. Esto es por mi madre, esto por mi abuela, esto por mi padre y esto por mí. Las cuatro detonaciones me ensordecieron, una ligera nube de humo salía del cañón de la pistola y el fuerte olor a pólvora quemada inundaba el ambiente.
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Esta historia es un modesto homenaje para las mujeres de todas las edades, víctimas de las guerras, que fueron y siguen siendo sido violadas, ultrajadas y humilladas por militares de los ejércitos enemigos… y también por los de los ejércitos amigos.