Mónica Teresa Müller

Despertó sin haber logrado descargar en el sueño el cansancio del día anterior. Quiso imaginar una vida menos sombría, con instantes de quietud que le permitieran disfrutar de las pequeñas cosas que pasaban inadvertidas. Deseaba sentir el placer de caminar por verdes y frescos jardines sin portar el peso acostumbrado, embriagarse con los aromas que, sin pago alguno, le acercaba el aire.

Lo estarían buscando. Su presencia parecía imprescindible, aunque bien podían suplirlo por el pendenciero colorado, su persistente enemigo. No acostumbraba desayunar, higienizó el cuerpo y salió.

Se prestó a iniciar la jornada, dejar de lado aquellos pensamientos inquietantes que distraían al verdadero sentido de su vida. Los choques y permanentes roces con los otros, lo llevaron casi al borde de la furia. No entendía la causa por la que nadie respetaba su tranquilo paso.

Después de transcurridos unos minutos, se dispuso a trabajar. Recogió y cargó sobre su endeble figura el fardo que sería uno de los tantos y que representaba el alimento del grupo. La vida lo había señalado para que se ocupara de una tarea, que aunque rutinaria, le imprimía a sus días el sello de lo importante. Tener una tarea asignada desde el primer momento de su existencia, no era común y sabía agradecer.

Intentó distraerse mirando a aquellos a los que tildaba de “gigantes” y que debía evitar atropellar en todo momento porque representaban el peligro. El grupo trabajaba con rapidez y empeño, esforzándose para concluir la tarea antes de la lluvia.

Hacía frío. Las mañanas de invierno le daban la sensación de abandono. Las nubes pintaban un cielo próximo a la tormenta, mientras los minúsculos terrones de tierra intentaban desprenderse del suelo para intentar volar.
Divagaba y se nutría de aquél entorno multicolor que le aproximaba la visión de una vida diferente.

Debía apresurar el paso para finalizar su tarea en poco tiempo. Se introdujo en el túnel. Caminó con lentitud por uno de los húmedos laberintos, llegó al punto y descargó. Estaba dolorido, había tropezado reiteradas veces por lo agreste del camino. Retrocedió y al llegar a la claridad, eligió otra ruta para regresar.

No recordaba en qué momento de su existir no había trabajado, tal vez ese fuera el único motivo de su vida.Los altos pastos lo castigaban como latigazos. De nuevo trató de evadirse. El atardecer daba entrada a la noche y miró a los pájaros que volvían a sus nidos.
Se entretuvo observando a las flores, que escondían sus pétalos para protegerlos de la tormenta anunciada por las luces en el cielo y el retumbar de los truenos; parecían bailar adormecidas al compás del viento. Estaba absorto, era la primera vez que observaba el entorno mientras aseaba la cara y no vio al hombre.

—Los soldados del hormiguero- quizá alcanzó a pensar- no se van a enterar jamás, que yo, el que siempre supo qué hacer, haya caído bajo el pié de “un gigante”, tan sólo por haber pretendido soñar.