Preparaba un sándwich sobre la cubierta de la cocina cuando un movimiento leve a mi izquierda llamó mi atención: una mosca movía las patas apuntándolas hacia el techo.

No es que las odie, pues he revisado mis sentimientos hacia ellas. Yo diría que sólo me repugnan.

Me extrañó su posición, ya que no estuve durante todo el día y no vi motivo para que estuviera tirada como si se le hubiera dado un golpe con el matamoscas y un tiempo después se diera a la tarea de reponerse para volver a fastidiar; porque eso hacen estos insectos si no se los mata correctamente.

La miré unos segundos, patas hacia arriba, quizá herida; buscaba la lógica de esa situación; por supuesto no quería que volara, porque seguramente llegaría el momento en que se dedicaría a molestar, parándose en mi comida, zumbándome mientras trabajaba, y finalmente, no dejándome dormir por la noche.

Me vino un sentimiento de solidaridad, como quien ve a un cetáceo varado en la playa o a una tortuga sobre su concha; en ese caso correría a auxiliar a cualquiera de ellos, pero a esta mosca, no, así que eliminé el impulso diciéndome que no es igual, que si bien la de un delfín es una vida al igual que la de una mosca, no valen lo mismo. ¿Por qué? No podría responder, pero mi lógica así me lo asegura.

Mientras la miraba patalear, recordé a Juan Prado Cervantes, un hombre que a inicios de la década de los 70 era líder sindical de la FROC-CROC; tenía una casa enorme en San Sebastián Xhala, Cuautitlán Izcalli, Estado de México, un Ford Galaxie 500 último modelo y en el muro enorme de su sala había mandado pintar la leyenda de los volcanes; con el desayuno, el hombre tomaba todos los días un jugo natural de uva que le preparaban con un exprimidor que sólo he visto ahí; atrás de la casa tenía un gran terreno con pollos, gallinas, patos, guajolotes y conejos, que pasaban de la granja a la cocina para alimentar a la familia y sus entenados.

Un día, mientras comía su sopa, una mosca cayó dentro del plato; todos quedamos a la expectativa pensando que pediría otro; su esposa Matilde se apresuró a ofrecérselo, sin embargo él se negó tomando con la cuchara al insecto junto con un poco de caldo, lo sacó colocándolo en la orilla del plato extendido que servía de base para el hondo y continuó disfrutando su sopa.

El gesto siempre me pareció humilde, pero creo que nunca podría emularlo, sería demasiado para mí y para el asco que me producen ciertos insectos y algunos animales.

Sentí que la mosca me pedía ayuda, porque pataleaba recostada sobre sus alas, no sé si con dolor; ¿acaso gritaba solicitando auxilio?, porque de ser así, el alarido sería tan de su tamaño que mi oído no lo registraba.

Terminé de preparar mi emparedado; decidí que el insecto debía morir pese a su postura suplicante; con la bolsa de pan, que había quedado vacía, le di un golpe y en lugar de quedar aplastada, quedó volteada como en posición de volar; sentí una comezón en el cuello pensando que volaría para atacarme y descargué un nuevo golpe que la aturdió dejándole un ala torcida; con la misma bolsa la jalé tirándola al suelo para aplastarla de un pisotón.

Por la noche me asaltó un sentimiento de culpa y me pregunté si debí ayudar a la mosca, aunque de cualquier forma, más tarde habría muerto víctima del matamoscas.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

 

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