Por: Lic. Mariana Solana Filloy
En los últimos meses hemos escrito y hablado hasta el cansancio del COVID – 19, de la escuela en casa, los medios virtuales, etc. Comprensible que lo hagamos y necesario también, pero hay una voz que poco hemos escuchado y es la del estudiante.
Como profesora tengo claros los retos que ha implicado la pandemia para nuestra profesión y que enfrentamos en cada una de nuestras sesiones de clase y actividades docentes. No sé ustedes, pero yo por momentos creo que ya lo tengo bajo control y todo va caminando bien y de repente hay alguna clase en la que termino preguntándome ¿qué estoy haciendo? Si lo pienso bien, en clases presenciales también me pasaba, puede ser que con menos frecuencia o tal vez sea que había menos oportunidades para cuestionar mi práctica.
Sin restar importancia a estos retos y al gran esfuerzo que estamos haciendo, me parece importante que no nos olvidemos de escuchar la voz de los alumnos. Su dinámica educativa también cambió por completo de un día para otro, enfrentándolos a plataformas, formas de organización y escenarios desconocidos para la mayoría. Al escuchar a distintos maestros me da la impresión de que se ve a los estudiantes como el enemigo, especialmente en el contexto universitario y no como aliados en este proceso.
Durante muchos años se han hecho grandes esfuerzos para que el docente deje de ser el centro de la educación y pareciera que, en el escenario de educación virtual, el proceso de enseñanza – aprendizaje vuelve a ser tarea únicamente del profesor y que los alumnos sólo representan dificultades. Comentarios como: no quieren prender su cámara, participan todavía menos que en presencial, de todo se quejan, etc. van y vienen todos los días y me hacen preguntarme si no hemos “monopolizado” la responsabilidad del proceso para luego esperar, de manera ilógica, que los estudiantes tomen protagonismo.
Normalmente el tema del que elijo escribir tiene que ver con alguna situación que viví en mis clases y esta no es la excepción. La tercera semana de este periodo académico una estudiante me dijo que yo era una profesora “rara”. Cuando le pregunté por qué decía eso me contestó que la primera sesión la dediqué a conocerlos y saber cómo estaban viviendo la pandemia y que además les pedía que prendieran sus cámaras diciéndoles que la sensación de hablarle a cuadros en negro es muy desagradable y no exigiéndoselos sin explicación. Me dijo: “Además, es raro que una profesora diga que no sabe utilizar alguna plataforma o que se equivocó en algo, como que cuando haces eso te veo más como Mariana y no solo como la profe”.
¿Será que nos hemos enfocado tanto en planear y controlar los procesos de enseñanza- aprendizaje que además de quitar protagonismo a los alumnos nos hemos vuelto figuras lejanas e intocables para ellos? O que en el afán por hacer lo mejor posible en este tiempo incierto se nos ha olvidado que el proceso de enseñanza – aprendizaje es imperfecto, requiere de errores, de replanteamientos, pero sobre todo de vulnerabilidad para aprender tanto por parte de los alumnos como del docente.
En mi experiencia en estos últimos meses reconozco la honestidad y vulnerabilidad como mis mejores aliadas para sentar las bases del trabajo en grupo. Decir cómo me siento dando clases en línea, qué me cuesta trabajo y qué me ayuda ha permitido que mis alumnos también se expresen y a través de ese diálogo se ha formado un espacio empático, de comprensión y sobre todo de apoyo, sin que esto implique menor rigor académico.
He recordado la importancia del diálogo para comprender necesidades y objetivos tanto de los alumnos como del docente y me he encontrado con que hablar abiertamente de las actividades y actitudes necesarias de todos los involucrados ayuda a fomentar la corresponsabilidad en los procesos de aprendizaje.
Hablarles de mis sentimientos al ver todas las cámaras apagadas en la primera sesión y el reto que eso implica como docente, ha hecho que a partir de ese momento todos mis estudiantes prendan su cámara en las clases y cuando alguien no lo hace suele ser por temas de red y me avisa previamente. Al vernos hemos reconocido que algunos ya habíamos coincidido en otros espacios educativos, hemos utilizado la interrupción de alguna mascota para conversar un poco más sobre nosotros y como pretexto para tener esos espacios de socialización “libre y espontánea” que tanto extrañamos y necesitamos.
En lo personal ha disminuido la presión de que todo salga perfecto, como si fuera una película pregrabada, y soy más consciente de que las clases son momentos de interacción en vivo y en directo, mediadas por la tecnología, pero llenas de emociones, ideas, interacciones, interrupciones y muchas cosas más. Seamos vulnerables y honestos con nuestros estudiantes y confiemos en su capacidad de empatía para así compartir la responsabilidad en este escenario que nadie esperaba y para que el que nadie estaba preparado.
La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla.
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