Por: Mónica Teresa Müller

 

Debo reconocer que aunque no lo quiera, estoy al límite de perder la paciencia La quietud de la noche deja la estela de la partida y agasaja al primer rayo de claridad que traspasa las maderas gastadas de la persiana.
Él está sentado de espalda al ventanal, allí estuvo desde la tardecita de ayer y yo no pude relajarme. Se observa en el espejo que abarca una de las paredes del escritorio, reconoce que el sol naciente ilumina su rostro y le parece no haber cambiado.
— ¿Ésta frase queda bien?
Mira un punto fijo y contesta sin esperar respuesta. Habla solo.
—- Mempo Giardinelli tiene su estilo único, cómo podría yo escribir lo que él plasmó así:- agarra el libro que está sobre la mesa y lee en voz alta:-“Y los pezones, ay, se notaban bajo el satén y parecían champiñones colocados al revés…” ¡Decime si no es bello!- grita
Quedamos entre las sombras que parten y la luz que regresa. Comparto una vida con él, no me queda otra solución.
— ¡Computadora de mierda!- el ordenador se tilda y se levanta furioso. Intento tranquilizarlo en esa comunicación que supuestamente nos une.
— Calma, calma…
Camina por el amplio comedor lindero al escritorio. A veces es insoportable. Regresa y se sienta.
— Calma…calma…- intento, sin éxito, hacerle entender que no va a escribir igual que Mempo.
Al rato se levanta, va a la cocina, se sirve el décimo café y lo calienta. Con la taza en la mano regresa al estudio. El lugar es pequeño, pero acogedor. Una biblioteca de pared, dos sillas, el escritorio, el espejo y la computadora son suficientes.
— Uf, el diccionario de sinónimos, creo que está en la biblioteca del comedor- le susurro que la computadora lo tiene, intuyo que me elude.
Sé que tiene sueño, pero hasta que no encuentre la sintaxis deseada, no va a concluir. Lo conozco muy bien y sé también que lo que escriba lo va a dejar reposar hasta que madure.
No quiere bostezar, se quita los anteojos y restriega los párpados. Suena el teléfono.
— Hola, pa…
— Hola, cómo estás.
— Te levantaste temprano- la hija sabe, pero con seguridad quiere que él le conteste.
— No, aún no me acosté, debo resolver un asunto.
— Descansá, papi, más tarde seguís- intenta convencerlo.
— Ya, ya…- no escucha lo que la hija le habla- bueno, bueno, cerca del mediodía te llamo, besitos-. Y corta.
— Qué cargosa. Claro, ella escribe sólo números.
Yo quisiera estar fuera de su cuerpo, pero mi libertad es un imposible. Lo real es que no podría vivir sin mí y yo sin él, eso me conforma y alienta para inmiscuirme…aunque no me escuche.
Menos mal que decidió ir a dormir, por fin vamos a descansar. Apaga el ordenador. Mañana seguirá la lucha para encontrar la vuelta y expresarse como lo hace Giardinelli. Se dio cuenta de que cuando yo, su entrañable pensamiento me fatigo, no hay café que me recupere.