*Por: Lic. María de Guadalupe Ioppolo González

Resulta muy sencillo que las actividades que se desempeñan diariamente se conviertan en rutina y poco a poco se realicen de manera automática, pero ¿qué sucede cuando eres docente? Dicha labor conlleva mucho más allá de estar delante de un grupo de individuos y transmitirles conocimientos que se desea absorban casi como esponjas.

Ser profesor en nivel medio superior implica ser consciente de que muchas veces el contenido de la materia resulta ser lo último dentro de las prioridades de un adolescente; sin embargo, el compromiso que se tiene al aceptar el reto implica recordar que cada miembro en el salón es una persona y como tal, tiene un contexto.

En el caso del profesor, al ser un adulto, se espera que al menos por una hora que está frente a grupo, pueda dejar de lado su vida personal, pero ¿siempre es posible? ¿Qué sucede cuando se tiene una situación que nos rebasa y es difícil dejar de pensar en ella? Si bien, cada persona es distinta y su inteligencia emocional puede o no estar totalmente desarrollada, es agradable cuando alguien con quien se convive de manera cotidiana en una relación académica se percata de que algo no está bien y pregunta el motivo. En este momento, debe entrar en el juego la prudencia, pues a pesar de que el gesto de empatía es en ocasiones lo que se necesita, el rol del maestro en la vida del alumno no es de amigos, sino de guía y formador.

El otro lado de la moneda implica conocer al estudiante como persona completa, saber sus gustos e intereses y hasta cierto punto, entender su entorno. Con ello no me refiero a entrometerse en su vida personal, pero sí a ser observadores de su comportamiento, ya que en muchas ocasiones hay cambios significativos en su vida que afectan su manera de relacionarse o incluso, su rendimiento académico, quedando este en último lugar.

Interesarse por la persona y no solamente por la máquina reproductora de conocimiento es favorable para el proceso de enseñanza – aprendizaje, pues así, puede lograrse que la información con la que se desea alimentar la mente tenga sentido dentro de la realidad del disiente y no quede únicamente en teoría o como un vago recuerdo.  Otra de las ventajas de ser empático con el alumnado es que se genera una relación de confianza en la que el o la joven se siente en la libertad de contar algo que lo agobia o que incluso no le ha contado a nadie más, lo que permite que el profesor pueda apoyarlo y guiarlo en su formación integral.

En la situación actual de contingencia en la que la educación se puede llevar a cabo a través de una pantalla, se debe tomar en cuenta que no se comparte un solo espacio como sucede en el salón de clases, sino que todos los involucrados en la dinámica conocen un poco de la privacidad de los hogares de los demás a través de los ruidos propios de una vida en comunidad o, si es el caso, por medio de la cámara.

A pesar de que la tecnología es una herramienta que ha favorecido el proceso de aprendizaje, no es infalible, pues en algún punto las fallas técnicas son parte de la clase. Además, se debe agregar que el efecto emocional que ha traído consigo la pandemia ha afectado a cada persona de manera distinta y es posible que al no estar en contacto de manera presencial este detalle pase desapercibido, mas no por ello debe ser ignorado.

Si bien, lo anterior puede generar un cambio en la manera de relacionarse, al educar con empatía, independientemente de la modalidad, se forman personas mucho más comprometidas con su entorno y con realidades ajenas a la propia, teniendo como resultado un mundo en el que voltear la vista al otro, no implica verlo como un ente ajeno, sino como un ser humano.

La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla.

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