A las cosas por su nombre

Alejandro Elías

Me parece que Andrés Manuel ha sido el presidente que más apodos ha tenido –con, o sin razón –pero también, y aunque no el único mandatario que ha puesto apodos a quienes llama sus adversarios (la chachalaca de Fox), sí el que ha apodado a más gente durante su administración (cosa que también quedará entre sus récords históricos).

Esto que por sí se antoja impropio, vulgar y corriente proviniendo del dirigente de una nación, hay a quienes, sin embargo, les puede parecer gracioso y digno de aplaudir, aunque no es apropiado para un mandatario.

Pero dejemos a este hombre y hablemos de Juan Pérez, un político al que quiero referirme, el cual, como muchos de sus colegas, es a prueba de balas.

En lo que he podido observar a lo largo de cinco décadas, este oficio o profesión –porque al igual que en el periodismo, la política se aprende o se estudia –requiere tener sangre de atole, como la de Juan, pues los insultos, enfrentamientos o puñaladas por la espalda, se encuentran dentro del bagaje propio del medio y son cosa de todos los días.

Juan Pérez no cuenta con amigos en su medio, ni pueden tenerlos; quien se considere amigo de él, está en un error, pues lo único que puede tener son aliados para ayudarse a escalar los peldaños del poder, sirviéndose de ellos mientras asciende lo necesario para alcanzar sus metas. Una vez en la cima, puede cambiarlos o convertirlos en sus enemigos si su estrategia de avance así se lo demanda.

O a la inversa: un día pueden ofender, descalificar y acusar a un adversario y a la vuelta, por conveniencia, hablar maravillas de él. Por lo tanto, es una persona en quien no se puede confiar, porque uno nunca sabe si está con Dios o con el diablo. Se debe a sí mismo y a su amor al poder.

Para Juan, el dinero no es un fin, sino un medio; es la moneda de intercambio para conseguir más poder y lo ve únicamente como herramienta que se atesora para continuar subiendo en el escalafón, en un viaje que, tanto para él como para casi todos los políticos, no para; quien se aventura en la política, difícilmente puede retirarse, pues al olor del poder es difícil, por no decir imposible, renunciar.

La lealtad es una virtud que Juan Pérez ejercita únicamente para consigo mismo; es una especie de mercenario cuya fidelidad con su partido o alianza puede durar mientras no haya quien ofrezca un precio mayor por su persona, discurso o imagen. Este político puede declararse de derecha y jurar lealtad a su partido, pero también puede sucumbir a la tentación de un puesto más alto, aunque el partido que se lo ofrezca sea de extrema izquierda; para él no hay colores ni siglas, sólo escalones que lo lleven a vivir una vida, no de servicio, sino de autoservicio. Entre sus colegas seguro habrá sus honrosas excepciones, como en todo, pero creo que son tan bastas como un grano de arena en la playa.

Juan puede declararse fiel a sus colores, conseguir un cargo y a mediados de su administración, cambiarse a otro si así le conviene, con miras al siguiente puesto que se le ofrece; incluso puede brincar a tres o cuatro partidos sin importar que estos sean afines o completamente contrarios, pues eternamente, su fin justificará los medios.

Su discurso continuamente es el mismo: aquél que adormece a las masas; al igual que al dinero, a la gente también la convierte en cosas, otra de las herramientas que utiliza para mentir con descaro y hacer parecer que está del lado de las personas o el pueblo, aunque, por el contrario, Juan podría diagnosticarse como sociópata: persona sin remordimientos ni empatía, egoísta, narcisista y sobrevaluado, superficial, mentiroso, manipulador, antisocial y hasta sádico.

Quien cree en Juan Pérez vive en una ilusión que tarde o temprano le revienta, como una pompa enorme de jabón en la cara.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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